Queridos lectores:
Estoy seguro que estaban esperando una editorial sobre los grandes conflictos que tenemos a la orden del día; desde el incendio en la Provincia de Corrientes, en la República Argentina, hasta el conflicto Rusia-Ucrania. Este distraído editor tiene otra cosa en mente para sus ávidos lectores, algo harto conocido por el consumidor. Les traigo, una vez más, una reflexión. La verdad es que quiero regalarles dos reflexiones, pero como en la tele el tiempo es tirano, bueno, aquí la cantidad de palabras hacen ese trabajo sucio, voy a hacer una especie de “siguiente episodio” -de esta gran saga de Editoriales escritas por este -ahora egocéntrico- director.
Haciendo un “escenas del capítulo anterior” recordemos que en aquella editorial hablé de “pensar fuera de la caja”, de animarse a algo distinto, a algo que requiera las agallas para nadar en contra de la corriente, detener -cual Neo en la saga Matrix- las balas y poder, de alguna manera, realizarse.
Conozco un maestro en la vida real, como esos de las películas, con mucha sabiduría y la palabra justa siempre que me ha ayudado mucho a lo largo de los años y que, entre tantas cosas que me dijo, me contó una historia. Son ese tipo de cuentos que uno lleva guardado en el alma siempre y puede aplicarlos en muchos momentos de la vida diaria. Acá es donde quiero invitarlos a reflexionar. Vamos a la narración.
La historia comienza en un desierto donde iban caminando un maestro y su discípulo. Llevaban días de viaje, el saco de agua casi vacío y las sandalias rotas. Casi a punto de claudicar la marcha, ven a lo lejos, en un pequeño paraje, una casita prácticamente derruida con un pequeño corral habitado por una vaca flaca -que más que dar leche daba lástima-, basura y deshechos a un costado del paupérrimo alambrado que intentaba, casi sin éxito, delimitar aquel terreno. Cuando se acercaron lo suficiente a este lugar -para nuestros personajes era lo más parecido a un oasis- cambiaron opiniones y decidieron golpear la puerta. Se presentaron frente al dueño de casa, un hombre con la ropa gastada y rota y con una apariencia muy miserable producto de la pobreza en la cual vivía.
Éste inmediatamente los invitó a pasar, les presentó al resto de su familia -quienes corrían la misma suerte en materia de indumentaria y aspecto- y les ofreció agua, algo de leche y unas cuantas verduras que compartieron entre todos. Les dio cobijo para pasar la noche y así, en los primeros albores del día siguiente, nuestros héroes podrían seguir su camino. Pasó la noche entre gestos de buen samaritano por parte de los dueños de casa y al despuntar los primeros rayos del sol salieron presurosos para ganar el tiempo que, necesariamente, habían invertido en casa de aquella buena gente. Dieron unos pasos y el maestro se detiene y se queda pensando. Su discípulo contrariado le pregunta por que se detuvo.
Su guía espiritual sin titubear le ordena tomar la vaca, sacarla del corral y arrojarla por un barranco. “¿Está loco maestro?” decía el aprendiz, “Esta vaca es lo único que tienen para sobrevivir”. Ante la mirada fija y penetrante del maestro, su segundo, a regañadientes y con una angustia que no le cabía en el pecho hizo lo que se le había mandado. Así pues, siguieron su camino hasta llegar a destino. Al cabo de unos años, este culposo discípulo, quien no podía olvidar la atrocidad perpetuada en aquel lugar, le pidió a su maestro si podían pasar a ver a esta gente y ayudarla si era necesario, por humanidad y para devolver, eventualmente, el favor. Ante la aprobación de su maestro caminaron un largo trayecto hasta ese mismo paraje. Al llegar, y para su asombro, se encontraron con una casa mucho más grande y bien construida.
Al costado había un gran corral con muchas cabezas de ganado y del otro lado una huerta con todo tipo de vegetales y árboles frutales. Ante esta imagen, nuestro amigo de gran corazón, sintió como su pecho se apretaba de la angustia al darse cuenta que aquella gente seguramente había muerto de hambre y ya existía otra familia en ese lugar. Caminaron hasta allí, golpearon a su puerta y victima de una sorpresa inmensa, este discípulo no podía creer quien estaba parado del otro lado. Era este hombre y su familia que los habían ayudado a seguir su camino en aquella oportunidad. Esta vez se encontraban bien vestidos, rostros rozagantes y reflejando muy una buena vida. Sin entender nada les preguntó que había pasado, él los había conocido en la más absoluta pobreza.
El hombre les contó que hacía un tiempo, unos vándalos habían irrumpido en su casa mientras ellos dormían y les habían matado a su única vaca, su única fuente -casi- de alimento. Víctimas de la desesperación comenzaron a ver que podían hacer para sobrevivir y en un sector de la casa, debajo de cosas que ya no tenían uso encontraron una caja llena de semillas que ellos no recordaban que la tenían. Comenzaron a plantarlas, se dieron cuenta de que esa tierra era fértil, los vegetales y frutales crecían sin parar, les generaron excedente y fueron al pueblo más cercano a venderlo. Así pudieron comprar ganado y vender sus productos, más y más vegetales crecían, más y más vendía. Reconstruyeron y ampliaron su casa y este era el resultado, les había cambiado la vida.
Leales seguidores de estas desprolijas líneas y de este “loco” director, anímense a cortar esa finísima cadena que los mantiene presos de una vida vacía, cómoda, lineal y sin luz. Se los digo yo que intento una y otra vez; a veces puedo y a veces no, de “matar a la vaca”. Salgan de la caja y vivan plenamente y confiando… mejor dicho, teniendo la plena certeza de que las cosas van a salir bien. No hay otra opción. No permitimos otra opción.
Recuerden que tenemos la obligación de ser felices y vivir una vida plena. No hace mucha leí leído en el evangelio de Mateo 25,14-30, esa parábola que nos habla de los talentos, y te dejo unas preguntas ¿Qué has hecho hoy? ¿Qué cualidades han dado su fruto? ¿Cuántas veces has dejado sin hacer lo que debías? Por favor, les pido que no los entierren…
Espero haberles dado un poco de calidez con esta humilde editorial y una vez más les pido por favor que apaguen la TV y enciendan su interior.
Ignacio Bucsinszky